Cuando comenzó la democracia española, la izquierda, la derecha, los comunistas, e incluso los nacionalistas más segregacionistas, compartieron un objetivo común: ser como los europeos. Pues efectivamente, todos consideraron que Europa era la solución a los endémicos problemas nacionales. Ese selecto club representaba entonces la reconciliación posbélica; la abundancia material, conseguida con el esfuerzo que caracteriza su espíritu; la renacida democracia, fundamentada en los principios liberales de igualdad ante la ley y respeto a la propiedad, conquistados con sangre, sudor y lágrimas en épocas anteriores; la ciencia superadora de mitos ancestrales; y un proyecto social para recuperar a los que sufren las inclemencias de la vida.
Para los españoles ese sueño europeo tuvo dos fechas emblemáticas, la primera fue la adhesión en 1986 y la segunda la adopción del Euro en 1999. Ambos acontecimientos fueron precedidos por un empeño colectivo para superar las dificultades del camino.
El Euro no sólo estaba llamado a ser una nueva moneda, sino también un sistema de valores caracterizado por el realismo y el rigor. A partir de su puesta en circulación los gobiernos nacionales no podrían continuar haciendo trampas inflacionarias, ni privilegiar a unos sobre otros, ni crear enormes aparatos clientelares; sino que tendrían que adoptar aquellas políticas económicas que fomenten el espíritu de empresa en un entorno de sana competitividad en condiciones de igualdad. Para lo cual tendrían que reducir su tamaño, evitando los gastos e intervenciones innecesarias. En definitiva, con la nueva moneda, los ciudadanos, -y no los burócratas-, estaban llamados a ser los protagonistas de los nuevos tiempos.
Los europeos así lo entendieron al rechazar la extensa y complicada Constitución propuesta en 2004. Pues vieron en ella un intento de crear instituciones supranacionales alejadas del control democrático ciudadano de los distintos países. Es cierto, que España, que durante tanto tiempo había soñado con Europa, sí votó a favor, aunque, tal vez más por inercia que por verdadero convencimiento.
En cualquier caso, para consolidar el Euro se habían redactado los distintos Planes Nacionales de Reformas, siguiendo la que se denominó Estrategia de Lisboa, encaminados a alcanzar la plena aspiración europea. La crisis del 2007-08, a pesar de su dureza, era también una oportunidad para alcanzar esos elevados objetivos. Y de hecho, algunos de los gobernantes más responsables, y conscientes de la importancia de preservar los valores implícitos en la nueva moneda, no dudaron en sacrificarse en aras al futuro deseado.
Sin embargo, fue entonces cuando Mario Draghi no aguantó la presión y dijo aquello de “whatever it takes” alegrando a los tibios. Tal como era de esperar, los programas de reformas se detuvieron de inmediato. Luego, para materializar aquellas palabras, vinieron los Quantitatives Easing que tuvieron un efecto similar al del control monopolístico de una materia prima esencial. Esto es, otorgar la posibilidad de que mandatarios y burócratas gozasen de una cantidad casi ilimitada de recursos.
De esta forma, la política se transformó al dejar de existir la restricción presupuestaria debe caracterizar la acción gubernamental. Sí hasta entonces las ideas, los argumentos y la gestión representaban el 80% de la actividad política, dejando únicamente un 20% de la misma a la mera lucha por el poder; se invirtieron los porcentajes. Ciertamente, al convertir al estado en el “cofre del tesoro”, con independencia de cómo se gobierna, la lucha por su conquista pasa a ser el principal cometido de la política.
En nuestro caso, personajes como Sánchez no hubiesen sido posibles sin Draghi (recordemos como Zapatero tuvo que irse). Pero es que incluso, a otro nivel, Úrsula Von Leyen tampoco lo hubiese sido. De hecho, pienso que incluso es posible que no se hubiese llegado a consumar el fatídico Brexit, cuyo referéndum se convocó a los pocos meses de las palabras del italiano.
Desde entonces, para muchos, entre los que me incluyo, Europa ha dejado de ser un sueño para convertirse, paulatinamente, en aquello que se rechazó en el referéndum de la fallida constitución de 2004. Esto es, un conjunto de instituciones demasiado alejadas al control ciudadano que han encontrado su razón de ser en la protección y promoción de gobiernos nacionales netamente intervencionistas.
Christine Lagarde, quien ha seguido por la misma senda de su predecesor, anuncia su retirada. Tal vez se abra una puerta a un nuevo tiempo.