¡Por los pelos!

¡Uyyyyyyyy! ¡Por los pelos!

Un pelín más y no llego. Los ancianos tenemos nuestras propias rutinas y cuando éstas fallan —por un motivo u otro— se desmorona el mecanismo de funcionamiento general.

Los más viejos del lugar acostumbramos, además, a pertenecer al grupo de jubilados o pensionistas, o como ustedes prefieran llamar este estado de vida en el que no existen los horarios ni las obligaciones de carácter laboral ni casi nada de nada; excepto la presencia de virus, bacterias, defectos físicos de toda índole, roturas o grietas oseas, pérdida de visiones y sonidos, cansancio general y —por si esto fuera poco— una disminución evidente y generosa de nuestra capacidad de memoria. A pesar de todos estos pesares, el sólo hecho de no tener que aguantar el despreciable ruido infernal del despertador a horas intempestivas y, sobre todo, el no vernos obligados a trasladar nuestra movilidad personal por las calles de este mundo (hasta nuestros hogares laborales) y, aun más, la cosa de no tener que soportar a jefes y compañeros de trabajo que lucen su poca empatía y falta de cariño... a pesar de todo, a pesar de todas estas historias, ya vale la pena jugar en esta división de honor de los parados por vejez, de los ya inútiles que, sin embargo, cobran unos dineros del Estado que —con tanta generosidad, Él, el Estado— figura que le “devuelven al ciudadano en calidad de agradecimiento por los servicios prestados durante tantos años de esfuerzo y de contribución a las arcas públicas.

Así y todo —y como decíamos al principio de este artículo de opinión general— mantenemos, los decrépitos vejestorios unas determinadas rutinas que nos ayudan a mantenernos algo más vivos que la realidad que nos envuelve que, en general, no deja de ser algo turbia, oscura y, encima, con pocas visiones de un futuro prometedor. La amenaza constante de ver aparecer, de un momento a otro, a la gran “compaña” invitándonos a dejarlo todo y a seguirla obligatoriamente no es, que digamos, plato de buen gusto; para nada.

Pues eso, volvamos a las rutinas: en mi caso particular, en cuanto a mi deber de cumplir con mi trato profesional con este periódico (Mallorcadiario) de manera constante y de una periodicidad semanal (después de doce años y más de seiscientos artículos), en mi caso, decía, mantengo unos protocolos de aviso para no fallar en mi cita semanal con los lectores de este medio de comunicación digital; no fuera caso que, ni que fuera por un momento, olvidara esta simpática obligación y no atendiera correctamente a mi cita.

Escribo mis lineas, con regularidad precisa y suiza, todos los domingos del año para que sean publicados los miércoles, o sea, tres días después de ser elaborados. Para este cometido casi rutinario establezco unas pautas de aviso oue son sencillas y rudimentarias a la par que eficaces: tengo y mantengo en mi teléfono móvil una prealerta, los viernes, que me recuerda que, dos días después, debo escribir mi papel virtual y que, por lo tanto, debo inmediatamente (al recibir el aviso telefónico) levantarme del sofá —caso que estuviera sentado, claro— e ir hacia la cima del mueble del televisor y de los cubiertos para coger un viejo y destartalado papel en el que, de modo harto cutre y en lápiz, se encuentra escrita la palabra “artículo” y trasladarlo, el papel, hasta la mesa del comedor para recordarme la cita con el periódico que se plasma el domingo. Aun por encima, tengo marcado en mi clásico calendario de cocina, mi agenda particular de actos y festejos varios, el mensaje “boligrafiado” y subrayado en rojo que me indica mi obligación periodística.

Bueno, pues, con tanto celo mnemorístico, esta semana mi rutina ha fallado y ahora mismo —a las siete y media de la oscura mañana otoñal de un puto lunes cualquiera— me hallo ante el teclado de mi ordenador corrigiendo mi error y lamentando que mis capacidades nemotécnicas hayan hecho peligrar mi cita con ustedes.

Y ahora —el miércoles 6 de diciembre (San Nicolás y el Día de la Constitución que entre todos nos dimos con la excepción del señor Áznar; momento en que están leyendo esta humilde reflexión)— ustedes me van a recriminar el hecho de que este “artículito” no tenga el más mínimo interés para ustedes, lectores. Y les voy a dar la razón, pero les debo confesar que, tampoco para mi, tiene valor ninguno y menos interés todavía. Estamos empatados, pues.

Ya lo explica el dicho: “a la vejez, viruelas”.

Y... en esas estamos...

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