¡Vivan las lenguas!

Me confieso un recalcitrante admirador de las lenguas y un acérrimo y tenaz defensor de su diversa y heterogénea existencia en el mundo. Según el diccionario de la Real Academia Española, la lengua es “un sistema de comunicación verbal, y casi siempre escrito, propio de una comunidad humana”. No cabe duda de que esta escueta definición -frígida como la mayoría de exposiciones de carácter enciclopédico- determina y fija un concepto establecido a base de un resumen semántico del mismo. Ahora bien, juzgo oportuno resaltar que la lengua es mucho más que lo que su propia definición manifiesta. Para poner un ejemplo, permítanme citar un par de frases de Samuel Johnson, una de las más ilustres figuras literarias que ha proporcionado Inglaterra al planeta durante el siglo XVIII. Johnson describe -magistralmente, desde mi punto de vista- el lenguaje como “el vestido de los pensamientos”. ¿No es esa una de las más sugestivas metáforas que se pueden concebir sobre este maravilloso regalo que la naturaleza humana nos ha concedido? En otra de sus espléndidas páginas, el mismo escritor, refiriéndose al asunto que nos ocupa, declara que “en el idioma se encuentra el árbol genealógico de una nación”. ¿Se puede ser más brillante?

Siempre he creído que cada idioma es un modo distinto de ver la vida; es decir, que una lengua no sólo transmite palabras sino que, además, esconde una realidad sobre la historia de la gente que lo utiliza. Así, los pueblos, cuando se entienden a través de un vehículo estrictamente lingüístico expresan, asimismo, su idiosincrasia, su profunda manera de ser, sus tradiciones, su cultura; en definitiva su estar en el mundo con una determinada forma de pensar.

El lenguaje nos ayuda a “capturar” el mundo que nos rodea; parece obvio afirmar que cuanto menos lenguaje tenemos, menos mundo capturamos. O lo que es lo mismo, una mayor capacidad expresiva supone un mayor volumen de comprensión de las cosas. Perogrullo diría que si se empobrece un lenguaje, se empobrece el pensamiento. Dicho esto, me place manifestar, una vez más, el amor sin límites que siento por todas las lenguas del mundo y, fundamentalente, por aquellas que muestran signos de debilidad y que deben luchar por su supervivencia; unas por la propia extinción de sus únicos consumidores (ley de vida) y otras por la manifiesta mala fe que utilizan algunos colonizadores que, en sus ruines acciones, no dudan en aniquilar minorías atropellando su palmaria debilidad.

¿No es sencillamente divino oír a un niño italiano expresar frente a un escaparate de una tienda de juguetes: mama, ¡guarda che coniglietto!? ¿O bien leer un cartel colgado en la puerta de un ascensor británico con la frase out of order? ¿O escuchar a una soprano, en una canción de Schubert, entonar un Ich liebe dich? ¿O escuchar a un ciego diciéndole a un joven que le acaba de ayudar a cruzar la plaza Sintagma, en Atenas, efjaristó?

Mi amor por la diversidad lingüística me hace adoptar una actitud de absoluta intolerancia contra aquellos que, ante la fragilidad de una lengua frente a otra dominante, no sólo no luchan para intentar fortalecer a la más desnutrida, sino que, además, gustan de imponer todo tipo de privaciones que impidan mantener y progresar a la lengua más exánime. Esos tipos, malvados genocidas culturales, no se están por hostias a la hora de cometer desmanes con la vista puesta en su puta supremacia. Constreñir una lengua es sinónimo de destrozar a un pueblo, su realidad y su historia.

No hace falta viajar demasiado para saber que una parte de estos botarates se encuentran cerca de nosotros, muy cerca, a la vuelta de la esquina.

Sabremos, definitivamente, si existe el infierno cuando veamos arder a los enemigos de las lenguas en sus eternas calderas.

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