La justicia balear lleva años mostrando síntomas de agotamiento, pero lo de ahora ya no es cansancio, es extenuación. La entrevista al nuevo juez decano de Palma, Alejandro González Mariscal de Gante, es otro aviso en una larga lista de advertencias que han lanzado jueces, fiscales, abogados y operadores jurídicos de toda España. Y, sin embargo, desde el Ministerio que dirige Félix Bolaños se sigue actuando como si los problemas fueran menores, aislados o fruto de “narrativas alarmistas”. La realidad lo desmiente.
No hablamos de un malestar puntual. Estamos ante un deterioro estructural que compromete el derecho fundamental del acceso a una justicia con garantías y en un tiempo razonable. González lo ha dicho con crudeza. “En Palma, los juzgados trabajan al 170 por ciento de su capacidad”. No es una metáfora, es la definición técnica de un colapso.
Durante meses, la agenda política ha centrado sus esfuerzos en campañas de autopromoción, confrontación institucional y discursos sobre “modernización”, mientras la infraestructura judicial se iba hundiendo. Se ha preferido culpar a los jueces por sus resoluciones, etiquetarlos según convenga y convertirlos en protagonistas involuntarios del debate político. Todo ello ha servido para tapar —o distraer— el verdadero agujero: falta personal y falta financiación. Punto. No hay reforma más urgente que esa.
Reformar leyes sin reforzar los juzgados es legislar a ciegas
El juez decano lo resume bien. Reformar leyes sin reforzar los juzgados es legislar a ciegas. Cambiar procedimientos mientras los funcionarios trabajan por encima de sus límites es una operación de maquillaje. Y presentar nuevas normas mientras los profesionales se multiplican para asumir cientos de asuntos más de los que les corresponden es, simplemente, irresponsable.
La mediación obligatoria, que el Gobierno ha vendido como solución milagrosa, es el ejemplo perfecto de reforma desconectada de la realidad. Lejos de aligerar, añade meses de espera. Más burocracia, más trámites, más frustración. El propio González lo ha dejado claro. Guste más o menos al Ministerio, en Baleares se ha añadido un paso al camino, pero no una solución.
A esta situación se añade la dificultad crónica que sufre Baleares. La vida es cara, los salarios no compensan y muchos jueces y funcionarios rechazan venir. Esto debería estar en la hoja de ruta de cualquier ministro de Justicia mínimamente informado, pero la respuesta oficial siempre acaba siendo la misma: buenas palabras, diagnósticos repetidos y ausencia total de medidas efectivas.
La justicia no quiere lujos ni promesas grandilocuentes. Quiere condiciones mínimas para no hundirse
Resulta sorprendente, casi milagroso, que con este panorama haya juzgados que aún funcionan razonablemente bien. Pero no es gracias al Ministerio, ni a los planes de modernización que se anuncian como eslóganes. Es gracias a la vocación —y a veces al sacrificio personal— de quienes sostienen el sistema.
La justicia no quiere lujos ni promesas grandilocuentes. Quiere condiciones mínimas para no hundirse. Quiere inversiones estables, plantillas reales y una política pública que deje de tratarla como el servicio olvidado del Estado. Si no hay medios, las mejores leyes quedan convertidas en papel mojado.
Una justicia que llega tarde ya no es justicia. Una sentencia que se notifica tres o cuatro años después no es reparación, es una derrota del sistema. Y cuando los ciudadanos pierden la confianza en los tribunales, lo que se resiente no es un servicio más de la Administración: lo que se resiente es la democracia misma.
La advertencia está ahí, expuesta con claridad por quienes conocen cada despacho, cada turno y cada guardia. Ahora falta saber si las administraciones —y especialmente el ministro Félix Bolaños— están dispuestas a escuchar. O si seguirán confiando en que los problemas se resuelvan solos mientras el sistema se sostiene, una vez más, a pulmón.
Ese milagro, a estas alturas, ya no se sostiene. Y mirar hacia otro lado dejó de ser una opción hace tiempo.





