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El lenguaje mágico no soluciona el problema migratorio

Se ha escrito mucho sobre la capacidad del lenguaje para crear realidades. Las palabras hacen cosas, por eso un vocabulario rico, matizado, permite la exposición de ideas complejas y favorece un debate sosegado y enriquecedor. O sea, justo lo que vemos hoy en los debates parlamentarios y en la mayoría tertulias políticas. Lo asombroso del asunto es cómo algunos le han dado la vuelta al argumento para alumbrar una suerte de lenguaje mágico a la inversa: si las cosas existen cuando las pronunciamos, podemos hacerlas desaparecer si las silenciamos. Más aún, es posible cambiar su naturaleza si las nombramos de otra manera.

Según la RAE, ilegal es un adjetivo que describe algo contrario a la ley, o que no está permitido por ella. En un sentido amplio, se aplica a cualquier conducta que infringe el ordenamiento jurídico. Es un concepto comprensible para cualquier ser humano que viva en sociedad, aunque sea analfabeto. Las comunidades se rigen por normas, no siempre jurídicas, y situarse fuera de ellas acarrea consecuencias.

Sería maravilloso que no existieran las fronteras. En un mundo ideal, Tierra y territorio serían términos equivalentes, y sus habitantes no se empeñarían en trazar límites por razones geográficas, culturales, lingüísticas, religiosas o políticas. Pero la realidad es otra, y el hombre se ha afanado a lo largo de la historia en dejar claras las lindes de su tribu, polis, imperio, reino, nación o estado. Desde la Antigua Persia se expidieron cartas y salvoconductos para permitir y controlar el tránsito de personas entre dominios, pero el pasaporte moderno no se creó hasta después de la Primer Guerra Mundial. Esta es la realidad milenaria que una parte de la izquierda ha decidido ignorar convirtiendo en anatema la expresión “inmigración ilegal”. Quien ose pronunciarla queda excluido del club de buenas personas —cuya admisión gestionan ellos— y pasa a engrosar la lista de racistas.

Ahora que todos somos viajeros sabemos que, si entramos en un país extranjero sin cumplir los requisitos de acceso que impone su gobierno, estamos infringiendo sus leyes. O sea que, volviendo a la RAE, nos colocamos en una situación ilegal dentro de ese territorio. Entendemos que nadie nos está declarando ilegales como personas, sino que esa es la situación en la que nos encontramos allí si no cumplimos determinados requisitos (pasaporte en vigor, visado, dirección en el país, contrato de trabajo… incluso hay países que solicitan una tarjeta de crédito). Es algo tan sencillo de entender, y de explicar, que causa estupor cómo la derecha moderada se deja enredar en este tipo de trampas semánticas que le tiende la izquierda.

Hace unos días escuchaba en IB3 Radio a uno de esos hombres buenos explicar que la solución al aluvión de personas que están llegando en pateras a las costas de Baleares se basa en dos premisas: dedicar más recursos para atender a esa gente que se juega la vida atravesando el Mediterráneo en condiciones penosas, y una mayor coordinación entre administraciones, sin partidismos. A ver qué persona de bien se puede oponer a ideas tan razonables y generosas.

Pero al segundo pensé que, siguiendo esa lógica, si se produjera un incremento exponencial de los accidentes de tráfico, la solución pasaría por disponer de más ambulancias y quirófanos, y porque los profesionales sanitarios de los diferentes hospitales se comunicaran mejor. Bueno, sí, claro, pero ¿cuántas ambulancias y quirófanos más? Y si no caben más camillas, ¿a qué enfermos hacemos esperar para atender a los accidentados? ¿No habría que revisar también los límites de velocidad, o el estado de las carreteras? ¿deberíamos reforzar los controles de tráfico? ¿endurecer las penas por conducción temeraria? ¿mejorar la formación en las autoescuelas? En definitiva, ¿no deberíamos pensar en términos de prevención para que los hospitales no se saturaran de conductores estrellados?

Cuando el buenismo se va a la cama con esa izquierda tontiloca, al cabo de un tiempo nacen Viktor OrbánMarine le Pen y Matteo Salvini. De ese polvo utópico ya se ha despertado la socialdemocracia en Suecia, Dinamarca, Noruega, Austria, Gran Bretaña, Alemania o Países Bajos, que han visto crecer el voto xenófobo por culpa de unas políticas de integración que sonaban a música celestial, pero que han fallado estrepitosamente. En España, el sanchismo sigue haciendo arrumacos en este asunto con la extrema izquierda, favoreciendo el discurso populista de un Santiago Abascal que, en otro ejemplo de lenguaje mágico, propone expulsar en fragatas de la Armada a unos millones de migrantes.

Esta semana Feijóo ha estado en Formentera comprobando el impacto que supone la llegada intensa de `pateras a una isla tan pequeña. Se ha atrevido a decir que, para cobrar el Ingreso Mínimo Vital (IMV), se debería tener un permiso legal de residencia, y que la reagrupación familiar no puede ser una vía encubierta para la regularización masiva en torno a personas sin arraigo laboral. Desde el PSOE le han llamado racista y xenófobo, y le han acusado de convertir el PP en una sucursal de Vox. Hay una provincia española donde la mitad de perceptores del IMV son extranjeros. Es Girona, el reino de Silvia Orriols, la suma sacerdotisa de la extrema derecha supremacista catalana.

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