El orden de los factores

Nos explicaban en el colegio que en determinadas operaciones aritméticas el orden de los factores no alteraba el producto. Daba igual multiplicar 3 por 2 que al revés: el resultado, mágicamente, permanecía inalterado.

Sin embargo, cuando uno tiene que convivir o coexistir en un mismo planeta con canallas, miserables y cobardes se plantea si será cierta realmente esa magia matemática.

Hace apenas unos días, un asesino decidió matar a golpes a sus dos hijas para después suicidarse. No cabe duda de que todos seríamos mucho más felices si este inmundo ser humano hubiera decidido alterar el orden de los factores y se hubiera suicidado primero. Así, el resultado no hubiera sido el mismo. Parece ser que las niñas tenían que pagar que este miserable sujeto no supiera asumir que la madre de estas niñas no era de su propiedad, ni era una cosa, sino que era un ser humano libre que había decidido que no aguantaba más a este animal.

Aunque hay ligeras discrepancias en las cifras, unas 750 mujeres han sido asesinadas por sus parejas o ex parejas en la última década. ETA, la banda de asesinos que ha tenido en jaque durante casi 50 años a los ciudadanos decentes, ha asesinado en medio siglo a 829 personas. Casi el mismo número de muertes por violencia machista en 40 años menos.

Sin embargo, ni la reacción social ni la reacción institucional son comparables. Si bien cada vez más parece que hay resortes que se mueven, engranajes que giran algo mejor, tímidos avances…, el drama de las mujeres maltratadas, golpeadas y vejadas en la soledad de su miedo y de su casa parece acaparar únicamente las portadas cuando los asesinos suman una nueva muerte a su terrorífica lista.

Faltan medios en los Juzgados, en la Policía, en las Administraciones. Se han recortado en hasta un 30% los recursos para combatir este auténtico desastre, y así no hay quien consiga parar la sangría.

Yo no tengo la solución. No sé si poner más juzgados, más policías y más servicios sociales al alcance de las mujeres torturadas es la solución o solo una parte de ella. Estoy seguro que existe un problema de independencia económica de las mujeres que, en demasiadas ocasiones, se ven obligadas a una convivencia indeseable. Y estoy seguro de que existe un problema de educación y de formación. Un problema social que hace que determinadas conductas sean menos reprochadas que otras.

Reconozco que soy incapaz de entender cómo es posible que un ser que dice ser un hombre golpee a su mujer o a sus hijos. Cómo es posible que un ser que dice ser humano (o al menos antropomorfo) pueda ser capaz de matar a quien dice querer. Y como no soy capaz de entenderlo, no soy capaz tampoco de proponer medidas definitivas para la erradicación de todas estas conductas.

Sin embargo, sí que puedo decir que lo normal cuando quieres a una persona es alegrarte de sus éxitos, de su libertad, de su autonomía. Lo normal cuando quieres a alguien es quererlo como a un igual, sin ataduras ni condenas, que decide con ganas convivir contigo igual que tiene derecho a decidir dejar de hacerlo.

Cuando quieres a alguien, ese alguien no es tuyo. Está contigo. Cuando quieres a alguien lo admiras, y te alegras de que sea mejor que tú, y te alegra que te ayude a ser mejor con su ejemplo, con su compañía.

Quien te pega no te quiere. Por mucho que lo diga. No te quiere y te puede matar. Quien te pega no te merece. Ni merece una sola de las lágrimas que puedas verter por su culpa. Quien te pega no es un hombre. Cree serlo, y cree demostrarlo convirtiéndote en su propiedad, en su anexo. Pero eso no son hombres.

Mientras alguien descubre qué está mal en el cerebro de estos asesinos y a la espera de que se fijen los métodos y los medios necesarios para combatir esto con la misma fiereza con la que se ha combatido a uno de los peores grupos terroristas europeos, hagamos aquello que sí está en nuestra mano.

No les pasemos ni una a los maltratadores. Persigámosles allá donde se escondan. Protejamos a cada mujer que esté en nuestro entorno y que creamos que es susceptible de ser víctima de malos tratos. No hagamos oídos sordos ni vista gorda. Al contrario. Seamos todos un refugio, una alarma temprana, una llamada a tiempo, un paraguas protector y, si es necesario, un muro con aspilleras.

Aislemos al maltratador. Dejémosle claro que ni su cobardía ni su violencia recibirán ni la pasividad ni el silencio. Si para que el mal triunfe basta la inactividad de los hombres buenos, pongámonos de pie de una vez y expulsemos a los criminales de nuestras casas, de nuestros barrios, de nuestros grupos de conocidos.

Contra la violencia, tolerancia cero. Que sean los maltratadores los que nos teman.

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