Mi amada Nouvelle Vague

En mi personal ’Olimpo’ de directores cinematográficos, hubo ya desde niño un lugar muy destacado y especial para los integrantes de la Nouvelle Vague, pues entre mis cineastas favoritos se encontraban François Truffaut, Éric Rohmer, Alain Resnais, el primer Jean-Luc Godard o Claude Chabrol.

La Nouvelle Vague había nacido a finales de los años cincuenta, aunque quizás fueron los años sesenta su década más importante y decisiva, por la influencia que ese movimiento tuvo entonces sobre millones de espectadores en todo el mundo gracias a su manera tan peculiar de entender el cine, el amor y la vida.

Los años sesenta fueron, además, unos años realmente también muy interesantes musical, política y estéticamente en casi todo el mundo, de ahí que a muchos de nosotros aún nos sigan encantando y fascinando el pop-rock, el liberalismo democrático o la manera de vestir de la llamada década prodigiosa, o el aspecto de las ciudades, los locales o los cafés que en ese momento estaban de moda, con Nueva York, Londres o París como ciudades punteras.

Ahora que la Nouvelle Vague y yo hemos alcanzado ya una provecta edad —sobre todo en mi caso—, sigo experimentando aún el mismo sentimiento de gran admiración que sentí desde niño y adolescente hacia Truffaut —mi preferido—, Rohmer, Resnais, Godard o Chabrol, así como también hacia Jacques Rivette, Jacques Demy o Agnès Varda.

Todos estos creadores, tristemente, desaparecieron ya, así que quienes en su momento nos consideramos hijos espirituales de la Nouvelle Vague, nos sentimos hoy bastante huérfanos, si es que en la orfandad puede haber gradaciones, que me temo que no, sobre todo en este caso.

Cuando pienso hoy en mis "padres" de la Nouvelle Vague, pienso en las historias profundamente románticas de Truffaut, en las comedias bellamente cotidianas de Rohmer, en los dramas de crítica social de Chabrol o en los primeros filmes entre clásicos y experimentales de Godard o de Resnais.

Cuando pienso hoy en mis otros "familiares" decisivos de la Nouvelle Vague, pienso también en la revista Cahiers du Cinéma y en su impulsor, André Bazin; en los músicos Georges Delerue —le amo— y Antoine Duhamel, o en los directores de fotografía Raoul Coutard y Néstor Almendros —le amo también—.

Durante años soñé con llegar a ser algún día director de cine y con dedicar mi deseada primera película a la memoria de François Truffaut, por la influencia que habían ejercido sobre mí sus películas, en especial Los cuatrocientos golpes, Jules y JimLa piel suave, Fahrenheit 451, Besos robadosEl pequeño salvaje, La noche americana, La habitación verde, El último metro o La mujer de al lado.

De todas ellas, La mujer de al lado es, muy posiblemente, la obra maestra de Truffaut con la que, por diversos motivos, personalmente me he identificado siempre más, aunque esta predilección tan concreta quizás sea mejor explicarla ya en otro artículo.

Por otro lado, como seguramente ya nunca seré director de cine, no podré dedicarle tampoco ya nunca ninguna película a mi cineasta francés más estimado, aunque, como ustedes saben bien, siempre que puedo me gusta dedicarle sólo a él algún artículo y también en ocasiones a mi amada Nouvelle Vague.

«Pîdo perdón/ por confundir el cine con la realidad./ No es fácil olvidar Cahiers du Cinéma», cantaba el maestro Luis Eduardo Aute en su preciosa canción 'Cine, cine', dedicada, precisamente, a Truffaut: «Cine, cine, cine, cine./ Más cine por favor./ Que todo en la vida es cine,/ que todo en la vida es cine./ Y los sueños/ cine son».

 

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