Todo parece indicar que España está iniciando un nuevo periodo en el cual, no sólo se han roto los pactos de la Transición, sino que también se está desdibujando el imperio de la ley. Dicho en otras palabras, se está configurando una transformación del orden político y social diferente a la que ha regido durante nuestra etapa democrática. Es cierto, que el cambio todavía no se ha ejecutado al 100%, pero la senda está lo suficientemente avanzada como para vislumbrar lo que puede venir sí no se produce algún tipo de giro.
La Constitución española debía tener el valor fundamental de delimitar el poder de quien ostentara el gobierno para preservar la libertad individual de los ciudadanos. Sin embargo, a lo largo de su casi medio siglo de vigencia, en distintas ocasiones no ha cumplido con su función, aunque lo hizo con el acuerdo de las fuerzas políticas mayoritarias. Así, podemos recordar como nuestra Carta Magna, -para muchos-, se convirtió en maleable con ocasión del referéndum sobre la iniciativa del proceso autonómico en Andalucía; con la expropiación de Rumasa; o con las leyes de violencia de género. Ahora, se da un salto y se hace lo propio sin consenso con las reducciones y anulaciones de condena tras las sentencias por el caso de los ERES. Y, sobre todo, con la aprobación de la ley de amnistía el proceso parece llegar a su cenit.
De esta forma, el nuevo régimen, que ya se vislumbra, continuará teniendo apariencia democrática, y la Constitución del 78 seguirá considerándose oficialmente vigente. Sin embargo, la ordenación política ya no responderá ni a su espíritu ni a su letra. Este nuevo ordenamiento, a diferencia de aquel, será el resultado de un pacto exclusivamente entre nacionalistas vascos y catalanes, socialistas y comunistas. El Pacte del Tinell se consumará para todo el país.
La unidad de España permanecerá, aunque para ello sea necesario que el “cupo” y la “aportación” sigan siendo negativas para las comunidades forales. Lo mismo ocurrirá con la financiación singular catalana. Todo lo cual equivale a decir que el resto del país, sometido al régimen común, pagará por mantener la unidad nacional. Una unidad que, por supuesto, es electoralmente necesaria y conveniente para mantener a la actual coalición gobernante. Esto es, la unidad de España tendrá como finalidad principal mantener la correlación de fuerzas surgida del actual pacto de investidura.
Precisamente por este mismo motivo, no se considera necesario que, en aquellas comunidades con presencia de nacionalistas, mantengan ni los símbolos ni la propia presencia del Estado Español. Es suficiente con que aporten diputados que apuntalen el programa del nuevo régimen.
Para desarrollar este proyecto, además de reducir la Constitución a un mero papel de envoltorio, vacío de contenido; y de contar con un ejército de periodistas más o menos ensobrados, hace falta mantener el poder más allá de los períodos electorales establecidos en los distintos niveles administrativos, para lo cual es necesario blindar a los afines en los puestos de mando más relevantes de las distintas instituciones. Una labor que también ya se está realizando a imagen y semejanza de lo hecho por los nacionalistas desde sus inicios. De esta forma es posible que algunas comunidades y ayuntamientos pasen algún tiempo en manos de partidos de la oposición, sin que esto suponga ningún cambio real de actuación política.
El control de la justicia es el último eslabón de esta transformación. Por eso, sí la tendencia actual continua, es de esperar que el aparato judicial español se parta para reforzar el pacto. Creando una justicia autonómica propia para las comunidades forales y también para la singular.
La UE ha quedado demasiado debilitada tras las sucesivas crisis de los últimos quince años, por lo que no se puede confiar del todo en sus actuaciones.
En definitiva, como decíamos al principio, la transformación todavía no se ha completado, pero sí no somos conscientes de lo que está ocurriendo existen muchas posibilidades de que acabe ocurriendo.





