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"Hoy las pausas adelgazan que es una barbaridad"

Espero que se me permita raptar la frase más popular de uno de los libretos zarzueleros más exitosos que se han compuesto en España: La verbena de la Paloma, insigne opereta (obrita, género chico) escrita por Ricardo de la Vega y musicada por el olvidado Tomás Bretón. El argumento, con su boticario, sus chulapas y los celos mal reprimidos, es un soberbio sainete, en el que se refleja el viejo Madrid de finales del siglo XIX, un Madrid mucho más sosegado, chisgarabís y zascandil que el que, en estos tiempos actuales, nos ofrece la mediocridad y adocenamiento intelectual de la excelentísima señora Isabel Díaz Ayuso, dicho sea de paso.

De todos modos, sólo he utilizado esta digresión para justificar el título del artículo que me ocupa. Lo cierto es que lo que se entiende por pausa tiende a desaparecer como los colosales bloques de hielo del Ártico, el civismo o la elegancia. La pausa, hasta el momento, era una interrupción de un movimiento, ejercicio o acción; así de fácil; y, de hecho, lo sigue siendo. Lo que acontece es que —y me vuelvo a referir al encabezamiento de este escrito— las pausas se encuentran en un momento de degradación; pasan por un lapso de tiempo en el que su valor se halla en caída libre.

Las pausas, las transiciones, son necesarias, estrictamente necesarias. Un respiro entre dos estados naturales, en ocasiones contrapuestos, es fundamental para seguir el ciclo natural de lo que solemos llamar “las cosas”. La meteorología nos da una precisa visión de dicho efecto: los extremos que producen los solsticios durante la fase anual de la climatología requieren unos intervalos estacionales que actúen como factores adaptadores entre la ecuación frío-calor-frío. Ahí aparecen —o, mejor dicho, aparecían— los equinocios. Dicho llanamente, para pasar del frío invernal al calor estival y viceversa, es fundamental la existencia de unos períodos que permitan la vital descompresión que la brutalidad atmosférica exige. Desde hace unos años, el paso del invierno al verano y, consecuentemente, del verano al invierno, se recorre sin casi pausa. Pasamos del frío al calor sin casi tregua y del calor al frío sin reposo. Estamos observando como el otoño y la primavera van fugándose de nuestras vidas. ¿Cambio climático? Con toda seguridad. Escribo estas lineas sometido a una temperatura de 33º centígrados en sólo el inicio de la canícula.

Si ampliamos un poco más el campo de observación, percibiremos que, así como las pausas tienden a desvanecerse, también los matices son propensos a su evanescencia. Y, realmente, creo que las gradaciones de todo tipo (asimismo las que corresponden al comportamiento humano) son esenciales para el buen funcionamiento de cualquier sociedad. Acaso las flamantes tecnologías adquieren una relevancia primordial en la travesía hacia las dicotomías más estrictas. Una dualidad agresiva, grosera e insultante reina en las redes sociales. Nos encontramos, cada día más, ante una civilización del sí-no, del me gusta o no me gusta; todo lo contrario al matiz, a la gama de posibilidades que existe entre la multitud de conceptos que se barajan a diario en nuestras conversaciones, en el trato con nuestros semejantes. Vivimos en un mundo cada vez más polarizado, lo que da una falsa impresión de objetividad y olvida la riqueza de los grises, el tesoro del intercambio de opiniones y la posibilidad de definirse a través de un conglomerado de distinciones y disentimientos que, sin lugar a dudas, engrandece la conducta social.

Creo que no vamos bien y, lo que es peor, opino que esto no tiene arreglo.

No suelo ser de carácter excesivamente pesimista (aunque el seguro conocimiento de la muerte jode, ¡vaya que si jode...!) pero, en este caso, me atrevería a asegurar que dentro de cien años todos calvos.

El que venga detrás que arree...

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