Una tarde de verano, con un calor que fundía las aceras, tuve que acudir con la sirena puesta a atender a un paciente que se quería tirar de una grúa de obra. Cuando llegamos, tuvimos que atravesar todo un corrillo de gente que se había concentrado a mirar y, allí arriba, sentado en la cesta de la grúa, a unos 20 metros de altura, estaba el sujeto en cuestión, haciendo equilibrios. Nos tuvimos que meter entre los cascotes de la obra, y nos encontramos con, al menos, 3 coches de policía, una ambulancia con dos camilleros, la grúa de los bomberos, y tres bomberos de buen ver, que estaban preparándose para subir a rescatarle. Al individuo le conocía todo el mundo porque no era la primera vez que lo intentaba, pero en ésta ocasión, por lo visto, no se quería tirar. Lo que le pasaba era que le daba miedo bajar porque se le había pasado el ‘colocón’ que llevaba cuando se subió. No era raro que le diera miedo, porque la escalera era de esas que se mueven, y ver a los bomberos subir era todo un espectáculo. No me quiero ni imaginar a ese saco de huesos subiendo por ahí. Lo primero que pensé fue qué iba a hacer yo con el paciente si se caía, porque iba a llegar al suelo hecho una tortilla de patatas, y no hay nada más frustrante que saber que no puedes hacer nada. El espectáculo empezó cuando los bomberos llegaron arriba e intentaron ponerle los arneses, porque el individuo no se dejaba. Se agarró del cuello de uno de ellos y no lo quería soltar. Desde abajo se oía la conversación: “¡Suéltame, Manolo, que me vas a ahogar, lo que tienes que hacer es ponerte las bragas, y lo sabes porque no es la primera vez!” “A ver, Manolo, ¿No ves que me vas a tirar?” “¡Venga, no te pongas nervioso y mete las piernas en el arnés!” Por fin consiguieron ponerle los arneses, pero siguió todo el camino agarrado al cuello de aquél bombero, y yo, preparándome para lo peor, que era tener que atenderles a los dos. Oír el rechinar de aquella escalera ponía los pelos de punta. Según se iban acercando al suelo, mis coronarias se iban relajando y me iba preparando para enfrentarme a un leñazo cada vez menos gordo, pero leñazo al fin y al cabo. Cuando por fin aterrizaron sanos y salvos, y me acerqué a inspeccionar al paciente, aquel bombero, sudando y resoplando, me dijo: “Doctora, a éste señor no le pasa nada, ¿por qué no me atiende usted a mí, que llevo todo el camino cargando con él y estoy hecho polvo? Lo mismo, hasta había ligado y todo. La verdad es que la segunda opción era bastante más interesante...
