Las joyas del jubileo

No les puedo ni contar lo feliz que se siente uno cuando se adentra en ese impactante período de tiempo de la jubilación y se convierte en un adorable pensionista. La vida te sonrie, el cielo es más azul, la primavera más tierna y el mundo entero se pone a tu plena disposición. No se puede pedir más.

Una vez finalizada una vida de trabajo extenuante, de horarios salvajes, de viajes con retorno y de rigideces de todo tipo, el jubilado frena en seco e inhala el nuevo aroma de la libertad. Todo es posible; se remarca, inmediatamente, el flamante horizonte que ofrece la anulación de las prisas, la inexistencia de responsabilidades y la imposibilidad material de encontrarte negociando con personas inéptas, insensatas, caprichosas, negadas para la relación humana. La sensación de quitarse de encima a un tropel de aprovechados o de inútiles permanentes equivale al mejor de los sueños dorados.

Evidentemente, no quiere esto decir que, a lo largo de la vida profesional o laboral, no se haya encontrado uno con gente maravillosa, personas excelentes, trabajadores eficaces o magníficos compañeros de oficio, con los cuales poder mantener una relación civilizada. Pero, con estos, nunca ha habido problemas y una vez acabada la etapa laboral persiste, afortunadamente, una cierta cobertura de amistad.

El pensionista vive de los demás, del resto de la sociedad. Vive de gorra, como si dijésemos. Claro que durante años ha contribuido a las arcas del Estado y ahora se siente justo merecedor de este intercambio legal. De todos modos un servidor, por ejemplo, sonrie a todo quisque, cuando vagarea por las calles, en señal de agradecimiento por su colaboración a mis sencillos dispendios particulares. Gracias, tambien, a todos ustedes: ¡qué Diós se lo pague!

El zénit del placer del pensionista se produce, sin embargo, en pequeños momentos en los que la propia personalidad se acrecenta ante la posibilidad de un pequeño triunfo. Eso tiene un algo de venganza, lo reconozco. Yo, por ejemplo, acostumbro a coger mi vieja agenda y, a todas horas, llamo a antiguos compañeros. Sé que ellos estan trabajando y que cuando descuelgan su auricular y se enteran del nombre del interlocutor el rostro les deviene amarillento con tonos de un verde mareo. Yo les empiezo a hablar con verborrea imparable –como quien tiene todo el tiempo del mundo-  y ellos no saben como detener este dislate. Intentan, por todos los medios decirme que “nos tenemos que ver un día, ir a cenar, charlar, etc.” pero yo, implacable saco otro tema al diálogo (al monólogo); imagino el desencaje de su imagen, la sudor que debe perlar su frente y su desespero moral.

En ocasiones, en lugar de plantearme estos juegos telefónicos, me presento, directamente, en sus oficinas. No pueden echarme, claro (tantos años trabajando juntos…), pero lo pasan fatal intentando acortar el lapso de su perdida de tiempo.

A mi me lo hicieron durante muchos años…y no me hacía ninguna gracia. Ahora les entiendo mejor ¡jeje!

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