He tenido el inmenso honor de ver, con mis propios ojos, así, en directo, sin tapujos y a viva piel, a don Alfonso Guerra González, un hombre dedicado íntegramente a la política, nacido en la magnífica ciudad de Sevilla, un 31 de mayo del año del Señor 1940, tercer año triunfal del Movimiento español acaudillado por el Generalísimo Francisco Franco y Bahamonde con el noble objetivo de devolver al Reino las esencias específicas y los valores morales, correspondientes a su Destino Universal, después del caos republicano judeo-masónico.
En la primera ocasión de mi visión, una cierta distancia nos separó. Él estaba arriba y yo abajo. Guerra se encontraba descargando su cuerpo, acodado en el marco de una ventana, en una habitación del tercer piso de un hotel madrileño, sito en la Carrera de San Jerónimo frente al edificio que cobija el Congreso de los Diputados: el Hotel Palace. A su vera tenía al señor flamante vencedor en las elecciones generales del año 1982, don Felipe González Marquez. “Ambosdos” -como dicen en la capital- levantaban sus brazos y dibujaban con los dedos de sus manos una “V”, en señal de victoria. Debajo de la ventana, éramos unos pocos: un servidor, Ana Belén y un par de decenas de personas excitadas, desde el punto de vista de la felicidad más palpable.
La segunda vez, lo nuestro ya fue un encuentro más íntimo y duradero: fue en su despacho del Congreso, con motivo de la grabación de una entrevista que le hicimos para un programa de televisión de IB3, la televisión balear por excelencia, de la cual, un servidor, era su director. Estuvimos unas tres horas para realizar dicho programa. Una hora grabando y un par de horas más, simplemente, charlando, hablando distendidamente del mundo y de todo lo que en él existe. El título del programa distaba, y mucho, del aspecto físico y mental del personaje entrevistado: “Transparent”. El señor Guerra, de andaluz posee el gracejo de su habla; por lo que se refiere a su cuerpo, más bien da la impresión de ser un hombre de secano, perteneciente a la Castilla profunda: un “Quijote”. En lo referente a su discurso, éste se distingue por un cúmulo de falsa intelectualidad mezclado con la media verdad y la politiquería más radical y enrevesada. Siempre jugó al “malo” de la película, dejando a Felipe la imagen más simpática y juguetona, más brillante y condescendiente, más seria y menos arbitraria, más pactista y estatal. Guerra se presentaba como el “revolucionario” del PSOE: gritos, consigna, pana y pañuelo anudado para segar las mieses. En realidad, daba consistencia a aquel dicho que reza que “lo que más se parece a un político de derechas es un político de izquierdas”.
Guerra ha sido -y sigue siendo- un firme partidario de la sagrada e inamovible unidad de España. Ningún respeto por la diversidad de los españoles; ninguna concesión a las distintas identidades que se dan en España; ninguna consideración por las diversas lenguas (por muy cooficiales que sean en sus respectivos territorios); nada que pueda romper la idea de un estado centralista y uniformista en si mismo.
Actualmente, vive casi bajo un anonimato absoluto roto, sólo, por ciertas declaraciones que, de vez en cuando, suelta por su boca en una clara apuesta por el cinismo, la perversidad y una falsedad descomunal respecto a la realidad que se pasea por la sociedad. Actúa como “salvador de la Patria”, bajo un prisma de socialnacionalista o nacionalsocialista cada vez más cutre, carrozón y alejado del mundanal ruido.
Sus últimas declaraciones a TVE han sido impactantes, por no decir burdas y cargadas de falacias casi infantiles, si no fuera por la mala leche que destilan.
Asegura Guerra -con su morro procaz y culebril- que “el castellano está siendo perseguido en Catalunya” y compara “la situación actual con la del catalán en pleno franquismo”. ¡Ole que ole! ¿Se puede ser mas borrico?
Había pensado -antes de empezar este modesto papel- en intentar hacer un esfuerzo y rebatir sus ordinarias palabrejas con la sabiduría que proporciona la realidad más precisa (con datos y rigor incluidos) pero, finalmente, he optado por aplicar aquel refrán tan poderoso y eficaz que dice “a palabras necias, oídos sordos”, referido a no responder sandeces evidentes o mentiras declaradas. De hecho, es como procurar discutir con alguien que sigue creyendo que la tierra es plana. Ante la ignorancia supina, la dignidad suprema. Las personas casposas y obtusas no merecen matices. El silencio más clamoroso se erige en la respuesta más inteligente.
Un breve y ligero paseo por Catalunya le convencería para tragarse sus opiniones maliciosas y febriles.
Don Alfonso debería, ya, pensar en cortarse la coleta sin dilación.