Suele decirse que uno de los misterios más insondables que hay en el universo es el de si existe o no vida más allá de nuestro planeta, pero yo creo que hay un misterio todavía algo mayor, que es el de por qué los alimentos que más suelen gustarnos engordan o suelen ser perjudiciales para nuestra salud.
Es posible que la resolución de ese segundo misterio no preocupe en demasía a las personas que son vegetarianas, veganas o flexitarianas, pues siguen un sistema de alimentación sumamente equilibrado, pero tendremos que reconocer que la mayoría de nosotros no suele formar parte de ninguno de esos grupos ni de otros en esa misma línea de moderación y de centrismo alimentario.
No sé si ustedes estarán o no de acuerdo conmigo, pero siempre he creído que nuestro mundo sería muy posiblemente un lugar algo mejor para vivir si pudiésemos tomar con más frecuencia chocolates y helados, si no engordásemos al comerlos y si nuestro médico de cabecera o nuestro endocrino nos los recomendasen con la misma convicción y énfasis con que nos dicen que deberíamos de comer más frutas y más verduras.
Y lo que tendría que valer para chocolates y helados, debería de poder valer también para robiols, crespells, pasteles, turrones, postres lácteos o cualquier otro tipo de delicias con azúcar. De hecho, yendo incluso un poco más allá, algo parecido deberíamos de poder decir también si en lugar de gustarnos solamente lo dulce, nos gustase sobre todo lo picante o lo salado.
Pero ese mundo ideal no existe, salvo quizás en nuestra muy fértil imaginación, y por eso a partir de cierta edad solemos ser cada vez más propensos a sufrir distintos achaques, pues cuando no tenemos la tensión alta, tenemos demasiado colesterol; o cuando la bilirrubina no está por las nubes, lo está nuestro nivel de glucosa; o cuando no nos duelen las piernas o las cervicales, nos duele cualquier otra parte del cuerpo o también del alma.
El argumento que solemos utilizar con mayor frecuencia —y con menos éxito— para intentar justificar algunos de nuestros excesos o desmanes alimentarios es el de que nuestro actual ritmo de vida suele crearnos casi siempre mucha tensión, angustia y ansiedad, añadiendo que para intentar hacerles frente nuestro particular remedio suele ser casi siempre el de recurrir a la comida, aunque seamos conscientes de que puede acabar convirtiéndose en un problema añadido más.
«Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago», le recomendaba muy sabiamente Don Quijote a Sancho en el capítulo 43 de la segunda parte de la obra sin duda más importante de la literatura española, en donde también podíamos leer: «Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra».
Seguramente, las cosas nos irían algo mejor a casi todos si comiéramos o bebiéramos un poco menos, si viviéramos en un mundo un poco más tranquilo y acogedor, o si leyéramos con algo más de frecuencia y de fervor a don Miguel de Cervantes.




