Tribuna

La imprescindible batalla cultural (III)

Agora la opinion de Alvaro Delgado

El blanqueamiento de la banda terrorista ETA y de sus actuales herederos políticos, debido a la necesidad coyuntural de Pedro Sánchez para conservar el poder, constituye otro elemento a destacar en la ineludible batalla cultural que debe librarse contra la falsa superioridad moral de la izquierda. Si nuestras Cortes han legislado para imponer una “memoria democrática” relativa a más de ochenta años atrás, resulta difícilmente explicable que escondamos a los jóvenes españoles los crímenes de una banda terrorista que mató a 853 personas hasta hace escasamente una década.

Pocos jóvenes conocen hoy quienes fueron Gregorio Ordóñez, Francisco Tomás y Valiente, Fernando Buesa, Ernest Lluch, Fernando Múgica o Miguel Ángel Blanco, personas que lucharon por nuestras libertades y fueron vilmente asesinadas por una banda de ultraizquierda que quería destruir España persiguiendo la independencia del País Vasco para constituirlo en un Estado marxista al margen de la Unión Europea.

El blanqueamiento del terrorismo de ETA se debe exclusivamente a los actuales intereses del PSOE. La actitud generalizada del pueblo español frente al fenómeno etarra cambió cuando Pedro Sánchez necesitó para gobernar los votos de Bildu, partido heredero de la ideología de ETA y en el que militan la mayoría de sus antiguos terroristas. Desde entonces, con el apoyo inestimable de la prensa progresista y de todos los instrumentos del Estado y del Gobierno Vasco -sistema educativo incluido- comenzó el interesado blanqueamiento de ETA, cuyos principales miembros vivos jamás han demostrado el más mínimo arrepentimiento por los crímenes cometidos.

Es sabido que Sánchez pactó con Bildu el texto definitivo de la Ley 20/2022, de 19 de octubre, de Memoria Democrática, acordando la ampliación hasta el 31 de diciembre de 1983 del plazo de reconocimiento de víctimas por vulneración de derechos humanos y lucha democrática. Eso se acordó para abarcar el secuestro y asesinato de los etarras Lasa y Zabala realizado por los GAL en tiempos de Felipe González -ex presidente del propio PSOE- equiparando, al gusto de Bildu, el relato de una violencia estatal equivalente a la de la banda terrorista, para situarlas las dos en un plano de igualdad. Por eso Bildu, envalentonado por la traición de Sánchez a su propio partido, presentó en sus listas electorales a las últimas elecciones municipales a 44 terroristas de ETA condenados judicialmente, declarando luego que los 7 con delitos de sangre no tomarían posesión como concejales. Y ahora alientan homenajes públicos en sus respectivos municipios cada vez que un etarra sale de prisión.

Pocos jóvenes conocen hoy quienes fueron Gregorio Ordóñez, Francisco Tomás y Valiente, Fernando Buesa, Ernest Lluch, Fernando Múgica o Miguel Ángel Blanco, personas que lucharon por nuestras libertades y fueron vilmente asesinadas por una banda de ultraizquierda que quería destruir España

El obsceno blanqueamiento de Bildu ha sido manejado hábilmente por la izquierda junto con una simultánea demonización de Vox y de la derecha en general, calificándolos a todos como “ultras” y usando la común denominación de “fascistas” para quienes no se muestren de acuerdo con el ideario izquierdista. Ocultando que también existe una activa “ultraizquierda”, que es la que representan Podemos, Bildu, Sumar o la CUP, cuyos orígenes ideológicos se remontan al marxismo, al leninismo y al estalinismo, variantes políticas del viejo comunismo que ha sido la ideología más nociva en la larga historia de la humanidad.

Mientras los fascismos verdaderos de Hitler o el de Mussolini fueron fenómenos totalitarios que duraron algo más de una década, y acabaron derrotados por las democracias liberales representadas por los aliados en la Segunda Guerra Mundial, la huella macabra del comunismo sembró los países donde se implantó -durante casi un siglo- con más de cien millones de muertos y muchos más exiliados y represaliados, dejando a sus habitantes privados de toda libertad y en la miseria más absoluta, mientras una clase dirigente privilegiada se repartía todas las riquezas del Estado. Los viejos ejemplos de la URSS, de la China comunista y de todos los países europeos del telón de acero -recordemos que en Berlín oriental se construyó un muro, que permaneció en pie 30 años, para que la gente no pudiera escapar de la tiranía comunista a la parte occidental de la ciudad- se unen a los más actuales de Cuba, Venezuela, Nicaragua, Corea del Norte y otras dictaduras asiáticas, africanas e iberoamericanas. Todos ellos países hundidos en la miseria económica, política y social, con millones de ciudadanos asesinados, encarcelados, exiliados o privados de todo tipo de libertades.

Pese a que el politólogo norteamericano-japonés Francis Fukuyama pronosticó el “Fin de la historia” en un famoso ensayo publicado en 1992, haciendo referencia a que la historia moderna de la humanidad -entendida como una lucha de ideologías- había concluido con el triunfo del capitalismo liberal tras la caída del muro de Berlín y el desmoronamiento de los regímenes comunistas, su predicción no resultó acertada, aunque el propio Fukuyama se encargó de decir que pocos habían entendido bien el verdadero sentido de su obra.

Lo cierto es que la siempre poderosa izquierda internacional, en lugar de desaparecer por su bochornoso fracaso en países que acabaron con millones de muertos y exiliados, con ciudadanos privados de todas las libertades y en la miseria más absoluta, se reinventó a partir de la década de los 90 abrazando las más variopintas causas identitarias. Y convirtió con habilidad su fracaso en renacimiento, acogiendo las reivindicaciones de diferentes minorías antes victimizadas. Por instinto de supervivencia, algo que la izquierda tiene asimilado desde las enseñanzas de Gramsci o Laclau, y con su habitual manejo magistral de la propaganda a través de las élites tecnológicas, la enseñanza y los medios de comunicación, abandonó la causa de la igualdad para defender causas minoritarias. Y así sustituyeron la lucha de clases por una lucha de identidades -y a los obreros por las víctimas-, asumiendo lo que se ha llamado doctrina “woke”, con fundamentos totalmente alejados de los principios marxistas originales, abrazando el indigenismo, el feminismo radical, el anticristianismo, los derechos LGTBI o el alarmismo climático, aunque luego, en su comportamiento privado, la hipocresía desorejada de sus líderes siempre contradiga sus prédicas públicas.

Una derecha que jamás explica públicamente todas estas verdades históricas está destinada a desaparecer. La moderación en la defensa de la verdad nunca es prudencia, es solo comodidad y cobardía.

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