Los pulpos (pops, para el entrañable colaborador de MallorcaDiario Jorge Campos) son unos animales extremadamente sensibles. Bajo una falsa apariencia de viscosidad, se esconde una bestia generosa y dócil. El pulpo se cabrea solo cuando se siente atacado. Sus tentáculos se abren al diálogo y al pacto en el momento en que intuyen que la tolerancia puede resolver una situación dificultosa. Si, al contrario, entiende que su opositor se muestra inflexible en sus posiciones y no permite la necesaria laxitud, el pulpo se crece y utiliza todos sus miembros para intentar enzarzar a su oponente; entonces va y le abraza con intenciones de ruptura.
El pulpo tiene paciencia. Sabe, perfectamente que- durante siglos - su relación con algunos de sus congéneres ha sido de sumisión; por fuerza y por dominio; está hasta los huevos (casi cincuenta mil, fertilizados convenientemente) de su triste situación. Las aparentemente “bonitas” estrellas de mar acechan constantemente a sus crías: operación constancia.
No tiene huesos y eso le permite ubicar-se, cuando es necesario, en cuevas de difícil acceso. Las susodichas estrellas de mar- conocedoras de estas circumstancias- esperan a su muerte para cobrarse sus cadáveres: Ortega y Gasset cuando se refería a la “conllevancia” entre España y Catalunya, para poner un ejemplo.
Tuve un pulpo en mi casa; en la bañera. No ladraba ni ejercía ningún derecho que atentase contra mi dignidad personal; silencioso y condescendiente, agradecía la sal que le permitía un hábitat decoroso y ecológico. De vez en cuando, me acercaba a su húmeda ubicación y, solícito, me comunicaba, a través de sus tentáculos, su bienestar.
Un buen día, entendió que debíamos separarnos: aquella situación era la que era y nada hacía pensar que no pudiese ser cambiada. De común acuerdo, él admitió que nuestra relación había sido correcta pero que ya era hora de que nos independizáramos. Todos saldríamos ganando. Él recobraría su libertad (no me necesitaba) y yo, a su vez, me situaría en una posición de ilusión que me permitiría iniciar una nueva andadura… sin él.
Sin necesidad de hablarnos, nos pusimos de acuerdo. El resto de fauna marina- enterada de dicho consenso- aprobó, sin discusión alguna, esta especie de divorcio alegre, de separación positiva. Cada uno con su historia en las espaldas, nos dimos el “sí” en nuestra nueva relación.
Unos años después, sentado en una roca cargada de geología, el pulpo, mi pulpo, me succionó las piernas cariñosamente en señal de amor fraternal y me dijo, a través de burbujas semánticas: “¡qué bien lo hicimos…!
Amén.



