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Viajar: una delicia

El personal, previamente globalizado, anda loco con eso de los viajes. La masificación en este sector es de tal intensidad que ha removido los cimientos de cualquier sistema económico estable. El pueblo se ha lanzado a viajar como si con esto les fuera la vida.

Durante los años del crack financiero de 1929 los habitantes de Nueva York (y más exactamente los altos ejecutivos de Wall Street) se lanzaron a mansalva contra el asfalto, desde las ventanas de los pisos más altos, al tocar la ruina de cerca. Pues bien, ya desde antes de la última crisis económica mundial del 2008 —aquella que el ínclito Presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero no llegó ni a olfatear con su innata astucia hasta que la señora Merkel-Rottenmeyer le propinó una colleja— la población, así en general, la plebe, vamos, se dispuso a desplazarse por el mundo mundial sin freno ni marcha atrás. Con tanta demanda, a la industria turística, también mundial, no le quedó otro remedio que proponer y crear millones de ofertas que, inmediatamente, claro, rompieron los precios hasta lo indecible.

Hoy en día, a mucha muchedumbre (disculpen la aliteración...) le sale más a cuenta viajar a cualquier destino que quedarse tranquilamente en casa viendo a Buenafuente o leyendo a San Juan de la Cruz, según los gustos. Este cambio radical en las costumbres tradicionales ha producido un desastre sin parangón en ciudades y países (sólo con la oposición de los turismófobos), a la par que un enriquecimiento bestial de líneas aéreas, hoteles o pizzerías.

A lo que iba: viajar, últimamente, me parece uno de los despropósitos más incuestionables de la realidad actual. La sensación de gregarismo salvaje que el viajero de hoy sufre en sus carnes desde el mismo momento en que pilla un aerobús hacia el aeropuerto es de una crueldad colosal. El trámite del campo de aviación (ahora le llaman aeropuerto) es de una inmisericordia infinita; no hay ni pizca de piedad para el sufrido expedicionario. Ya no digamos de la acomodación y su evacuación (?!?!) dentro del aeroplano, tal como los corderos entran en sus rediles (o en sus respectivos mataderos) cuando oscurece. A partir de aquí, lo que ustedes quieran imaginarse: hoteles a tope con sus niños maleducados en las piscinas; restaurantes desbordados, con dos centímetros de separación entre mesas y sus niños maleducados persiguiéndose y gritando; colas interminables para visitar (¿visitar?) los “monumentos” citados en las guías; comidas y cenas infectas, de una calidad más que mejorable, etc. En fin, una calamidad; o si lo prefieren más finolis, un puto desastre.

Y ahora, si me lo permiten, voy a rematar mi labor de “abuelito gruñón y nostálgico”: en mis tiempos y durante muchos años, viajar era un auténtico placer. Escasas personas en el aeródromo, diligencias inmediatas, embarque fulgurante, pocos pasajeros y mucha comodidad y atenciones a bordo; los semejantes, vestidos correctamente, sin bermudas o las asquerosas chancletas y con camisetas sin sudorosas axilas al descubierto; la comida deliciosa; los hoteles de una dignidad más que suficiente y nada de colas para visitarlo todo con calma y sosiego. En los últimos años, el mejor momento para viajar fue, sin duda, durante la llamada “Guerra del Golfo” que comenzó cuando Saddam Hussein invadió Kuwait, allá por los años 1990 y 1991. En aquella época yo viajé, casi a diario, a cualquier parte del mundo y la situación era insólita: en los aviones, cuatro o cinco viajeros y lo mismo en hoteles, restaurantes y lugares a visitar. Una delicia. Actualmente, lo he dejado.

El sistema político que padecemos (en el que el protagonista es el Estado y no el ciudadano) ha conseguido que —con la masificación total del turismo— viajar sea una aventura infausta, aciaga y adversa. Se parece mucho a la situación en las playas, en las estaciones de esquí o en el metro. Sí, ya sé que, en períodos anteriores sólo se podían permitir el lujo de viajar unas pocas personas; básicamente, la gente de posibles. Seguramente, la situación tenía un punto de injusta, pero no cabe duda de que se podría haber inventado un sistema de igualación por arriba y no por abajo que, en definitiva, es lo que ocurre hoy en día, le pese a quién le pese. Qué le vamos a hacer...

¡Que disfruten ustedes del verano pero permítanme una sincera recomendación: quédense ustedes en casa, relájense, ensimísmense en ustedes mismos, embóbense, embelénsese, léanse el magnífico libro de Eugeni D'Ors “La lliço de tedi en el parc”, también subtitulado como “Oceanografia del tedi” (una auténtica maravilla), gocen de un “Lagavulin” el mejor whisky del mundo (ahumado, con acetona y con 16 años encima) o bien un Amer Picón (un aperitivo francés con naranja amarga), dejen suelta su imaginación, tómense una ducha de vez en cuando, asen una sardinas a la brasa con un vino blanco de Cerdeña (un vermentino, por ejemplo), sueñen con un mundo mejor, dejen que su cerebro vagabundee y deambule por donde le de la gana y, finalmente, olvídense de las masas, las prisas, las demagogias de tres al cuarto, las sandalias y chancletas, de los niños que pelotean en las playas saturadas de aromas de cremas y potingues varios... en fin: gocen y disfruten de la soledad y miren de contradecirse entre ustedes mismos: no opinen: simplemente, debiliten su actividad a tope.

De nada.

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