Una vez más, con su dosis de cansina demagogia, fue anunciada la salvífica arribada a Mallorca del nuevo ingenio de la Dirección General de Tráfico, id est, de Montoro al fin y al cabo, con el que tratará de recuperar por la vía de multas al personal las migajas presupuestarias con las que el Gobierno sin duda pretenderá vendernos una futura y mísera mejora en la impresentable financiación estatal de las Illes Balears, que llegará, cómo no, meses antes de las elecciones.
Pegasus, que sobrevolará durante horas nuestras carreteras, es el nombre de la tragaperras -una cámara inteligente adosada a un helicóptero- que Maria Salom y la jefa provincial de tráfico, Cristina Gago, nos presentaron a bombo y platillo y que, supuestamente, desciende de los cielos para ‘salvar vidas’.
La patraña ésta de que Pegasus viene a salvar nuestras vidas es un insulto a la inteligencia, habitual por otra parte cuando de vaciarnos el bolsillo se trata. A pagar, que es por su bien. Hacienda somos todos, aunque solo sea un lema publicitario, como confesó con exceso de sinceridad cierta abogada del Estado.
Para empezar, en lugar de pomposos seres de la mitología como el caballo de Zeus, quizás sería más ajustado a la verdadera naturaleza del artefacto utilizar españolísimos caracteres de nuestro Siglo de Oro con los que bautizar a esta garrapata voladora del Estado, como por ejemplo, los de El Buscón don Pablos, Lázaro de Tormes, Rinconete y Cortadillo, o incluso personajes reales de nuestra historia, que también vaciaban los bolsillos de los viajeros, como Luis Candelas o José María El Tempranillo. La DGT se pasa de internacional.
Porque si el Estado quisiera de verdad salvar vidas en nuestras carreteras, debiera mejorar, en primer lugar, la financiación de nuestra comunidad en lo que atañe a adecuar y mantener a punto la red de vías que soporta la mayor intensidad de tráfico de toda España y que en bastantes puntos deja mucho que desear. En esta línea, podría también legislar para evitar que las decenas de miles de vehículos de alquiler que soportamos sigan pagando el Impuesto de Circulación en Aguilar de Segarra (242 hab., CiU), Relleu (1.258 hab., PP), Robledo de Chavela (4.001 hab., UPR-PSOE) y otras ‘grandes capitales’ por el estilo, por donde jamás circularán, fraude escandaloso amparado por la desidia de un gobierno al que las islas se ve que le importan bien poco. La seguridad pasiva cuesta dinero.
Otras medidas encaminadas de verdad a salvar vidas serían las de controlar de una vez por todas a muchas empresas de transporte discrecional para que dejen de hacer trampas con el fin de ocultar que sus conductores, en temporada alta, sobrepasan sistemática y escandalosamente los períodos límite de actividad. No estaría de más, tampoco, obligar, como en su día se hizo con los cinturones de seguridad, a que todos los vehículos de empresa, furgonetas, taxis, camiones, autocares o autobuses cuenten con un dispositivo telefónico de ‘manos libres’. Estamos cansados de ver a profesionales conduciendo –mal- con el móvil pegado a la oreja.
Y, finalmente, si estamos de acuerdo en que, además de las distracciones, el exceso de velocidad es la principal causa de siniestralidad en carretera, hace muchos años que ésta podía haberse acotado drásticamente, con medidas sencillas que solo requieren coraje político. La primera, de orden pedagógico, obligando a que la formación de los futuros automovilistas incluya simulaciones de frenazos a alta velocidad sin guardar la distancia de seguridad, choques frontales y otros accidentes mortales, así como un bombardeo con información gráfica sobre las consecuencias de éstos, de similar repulsión a la que producen las cajetillas de tabaco. Lamentablemente, las autoescuelas españolas forman para superar una prueba tipo test lo más rápidamente posible, sin control alguno acerca de la personalidad ni de los conocimientos en materia de seguridad del futuro conductor. No hay nadie a quien se le niegue el carnet por ser un descerebrado con todos los números para constituir un peligro público en ruta.
Por último, racionalmente cuesta entender por qué no es obligatorio todavía el limitador de velocidad en todos los vehículos, dentro de los márgenes habituales en Europa (120-130 Kms/h.), lo que supondría la desaparición física de muchos macarras que circulan por ahí haciendo gala de su oligofrenia asesina.
Sucede, en cambio, que la poderosa e influyente industria automovilística y las no menos potentes compañías petroleras pondrían el grito en el cielo si dejaran de poder venderse ciertos automóviles cuyo principal reclamo es el de identificar la potencia y el tamaño de su motor con el de los genitales o la cartera de su futuro comprador.
Mientras pueda seguir haciéndose publicidad de que un vehículo alcanza velocidades del doble del límite permitido y físicamente razonable, ya pueden venir a visitarnos bandadas de helicópteros-tragaperras, que en las carreteras de Mallorca seguirá habiendo víctimas mortales, todas ellas evitables. Por si acaso, sean prudentes y no le den cancha a Pegasus.