No podemos normalizar el caos. En apenas cuarenta y ocho horas, hemos asistido a un espectáculo que resume mejor que cualquier tratado de ciencia política el estado de nuestras instituciones. Por un lado, el Congreso aprueba reprobar a la ministra de Igualdad por los fallos en las pulseras antimaltrato.
Por otro, conocemos que el mismo Congreso rechaza el traspaso de competencias de inmigración a Cataluña, dejando al Gobierno sin apoyos para legislar. Todo esto mientras el presidente Sánchez anuncia desde Nueva York que se presentará a la reelección en 2027, como si la realidad fuera un mero inconveniente en su agenda personal. Pero a los ciudadanos nos importa mucho más lo que pasa en 2025.
Las pulseras telemáticas antimaltrato debían ser el símbolo de una España que protege a sus mujeres. En su lugar, se han convertido en la metáfora perfecta de cómo las buenas intenciones naufragan en la incompetencia administrativa. Esta vez no estamos hablando de una aplicación móvil que falla o de un servicio al público que provoca colas más largas de lo deseable. Hoy estamos hablando de un sistema que pone en riesgo la vida de las víctimas de violencia machista, un problema cualitativamente mucho más serio que la mera burocracia.
La idea no era mala en su concepción teórica: tecnología para mantener alejados a los maltratadores de sus víctimas. El sistema COMETA, encargado de gestionar estas pulseras, promete seguridad las 24 horas. Pero no la da. Y cuando un dispositivo falla, cuando una alerta no llega, cuando el sistema se colapsa, no hay segundas oportunidades. Los fallos documentados son escalofriantes: alertas que no se activan, dispositivos que se quedan sin batería y no pueden avisar, señales que no llegan a las fuerzas de seguridad. Cada error puede costar una vida.
Los fallos documentados son escalofriantes: alertas que no se activan, dispositivos que se quedan sin batería y no pueden avisar, señales que no llegan a las fuerzas de seguridad
Y mientras tanto, la ministra Ana Redondo ofrecía explicaciones que sonaban más a excusas de empresa de telecomunicaciones que a la asunción de la responsabilidad que ostenta quien debe proteger a un colectivo vulnerable. Provoca hartazgo que todos los responsables públicos hagan lo mismo cuando ocurre una desgracia. Nunca es culpa de nadie o tal vez es culpa de otros. Y es que las pulseras son solo la parte visible de un problema mucho más profundo.
La investigación parlamentaria ha destapado también un entramado de dejadez administrativa de extraordinaria complejidad. Los responsables han creado un laberinto burocrático donde la responsabilidad se diluye como el azúcar en el agua. Estos días hemos escuchado una cantinela similar a esta: "El sistema técnico depende de una empresa, la supervisión corresponde a otra unidad, el mantenimiento está externalizado, y la coordinación con las fuerzas de seguridad es competencia de un tercer organismo". Así se escurre el bulto.
Este es un problema sistémico. Para ocultar la incompetencia institucional, se han multiplicado las capas administrativas. Se han identificado múltiples organismos que carecen de coordinación real y de protocolos claros y ni siquiera un sistema unificado de alertas. El Ministerio de Igualdad, Interior, las comunidades autónomas y las fuerzas de seguridad conforman un complicado puzle donde cada uno puede señalar al otro cuando el sistema falla.
Y una vez más, cómo no, cuando la realidad es desastrosa se intenta manipular el relato, no vaya a ser que estas cosas resten intención de voto. De hecho, más allá de la triste realidad se libraba una nueva batalla en los medios de comunicación y un uso absolutamente político de la violencia de género.
Cuando la realidad es desastrosa se intenta manipular el relato, no vaya a ser que estas cosas resten intención de voto
El Partido Popular utilizaba el fallo de las pulseras para atacar al Gobierno, mientras el PSOE acusaba a la derecha de "crear alarma social" en lugar de abordar el problema. Los mensajes cruzados revelan cómo se politiza hasta la seguridad de las víctimas: "El PP solo habla de las mujeres cuando se trata de crear una alarma infundada", declaraba la vicepresidenta María Jesús Montero, supongo que convencida de que dicha alarma social no tiene ninguna base. Mientras tanto, en el mundo real, las víctimas siguen aterrorizadas esperando que funcione un sistema por el que se han pagado millones de euros.
El caso de las pulseras revela algo aún más inquietante, un preocupante fenómeno que estamos observando en los últimos tiempos: la desresponsabilización de los gobernantes (humanos) a medida que la tecnología se implanta en los servicios públicos, como aquella vez en la que un diputado del PP votó telemáticamente a favor de una propuesta de Sumar y simplemente argumentó que había sido culpa de un “error informático”. Estamos en la era del uso de la tecnología como coartada moral. Las instituciones se llenan la boca hablando de "innovación", "transformación digital" y "protección integral", pero cuando llega el momento de que los sistemas funcionen, aparecen las excusas técnicas y las responsabilidades difusas.
¿Qué puede pensar una mujer maltratada cuando se entera de que su vida depende de una pulsera que puede fallar? ¿Cómo puede confiar en un Estado que promete protegerla con dispositivos que funcionan "casi siempre"? En los peores casos, esta falsa sensación de seguridad puede ser más peligrosa que no tener protección alguna.
En cuanto a la respuesta parlamentaria, tampoco esperen mi aplauso los críticos “a posteriori”, otro clásico de nuestros representantes políticos, junto con la instrumentalización de la desgracia. Todos los partidos tienen personas expertas y estructura suficiente como para supervisar y fiscalizar el funcionamiento de los servicios públicos. De hecho, esta es la principal misión de la oposición.
Obviamente, quien gobierna siempre tiene una responsabilidad mucho mayor, pero eso no significa que quien no lo hace no tenga ninguna. Sin embargo, en el actual teatro de evasión de responsabilidades cada partido señala al otro, cada institución a las demás, cada nivel administrativo busca su coartada, cada político, desde ministros a concejales, aprovecha para atacar al adversario.
El caso de las pulseras trasciende la incompetencia administrativa para convertirse en la enésima crisis de confianza en el Estado de Social y Democrático de Derecho. Cuando las instituciones no pueden proteger a quienes más lo necesitan, se quiebra el principio fundamental de que el Estado existe para servir a la ciudadanía, no al revés. Y no hablamos de un mal funcionamiento sin importancia, sino de uno con potenciales terribles consecuencias. Falla la función protectora del Estado, una de las bases del Estado Social. Dicha función está siendo ejercida de manera chapucera a través de un simulacro tecnológico donde las víctimas son las cobayas de una experimentación administrativa francamente mal gestionada.
En definitiva, nos preocupa mucho la distancia creciente entre las promesas institucionales y la realidad vivida por los ciudadanos. Más allá del fracaso tecnológico (insistimos que lo de echar la culpa a una máquina parece la excusa recurrente del siglo XXI), revela una enorme irresponsabilidad ética: prometer protección sabiendo que el sistema puede fallar. Este problema no puede seguir, y tampoco puede seguir siendo instrumentalizado.
La violencia de género no es una oportunidad de hacer política, sino una emergencia nacional que exige que todas las instituciones funcionen. Y cuando no funcionan, alguien debe asumir responsabilidades más allá del cliché del “error informático” o de las reprobaciones parlamentarias con sus ya tediosos los intercambios de acusaciones.
La violencia de género no es una oportunidad de hacer política, sino una emergencia nacional que exige que todas las instituciones funcionen
In fine, las ya bautizadas como “pulseras rotas” no son solo un fallo técnico, sino todo un símbolo de cómo las instituciones pueden convertirse en una ficción costosa cuando pierden de vista su verdadera función. Y es que vivimos tiempos donde la revolución tecnológica convive con la desconexión emocional, en este caso de las instituciones hacia la ciudadanía. Necesitamos responsabilidad institucional real, no espectáculos parlamentarios o mediáticos.
En última instancia, el objetivo tampoco es el de buscar culpables políticos, sino exigir y conseguir que los sistemas diseñados para proteger realmente protejan. No hay excusa tecnológica ni política que justifique poner en riesgo la vida de las víctimas de violencia machista. Por desgracia, vivimos en un mundo donde las personas sufren, y esas personas necesitan desesperadamente que el Estado realmente funcione.
Víctor Almonacid Lamelas