La insuficiente victoria electoral del Partido Popular, que presentó un candidato conciliador que elude habitualmente todo combate ideológico exhibiéndose como un adalid de la moderación y de la buena gestión hace replantear, una vez más, la necesidad de que toda la derecha española emprenda frente al bloque de la izquierda una imprescindible batalla cultural que contrarreste las enormes manipulaciones históricas y falsedades informativas que éstos manejan sin cesar.
Una sociedad polarizada por chorros de emociones bombeados por el populismo impide que impere una opinión razonada basada en la ecuanimidad y la buena información. Tampoco ayuda sumarse a la moda populista, o emplear siempre el marco mental que la izquierda impone en todo debate. Esa superioridad moral -alimentada por nuestro sistema educativo y la mayoría de medios de comunicación-, que la izquierda exhibe altiva desde su derrota en la Guerra Civil, debe ser eficazmente contrarrestada con una labor divulgativa ejercida sin ningún tipo de complejos.
La batalla cultural comienza por aclarar que nuestra Segunda República, que nació contra el caciquismo español apoyada por la intelectualidad de la época bajo un montón de buenas intenciones, resultó en la práctica un completo desastre. Y el principal responsable, sin menospreciar la eficaz contribución de los demás, fue ese PSOE que hoy se presenta como paladín de las libertades y respeto a la democracia. Fue el PSOE quien se sublevó en armas contra la República en octubre de 1934 en Asturias y Cataluña (lean “El Colapso de la República”, de Stanley Payne), fue el PSOE quien abrazó el bolchevismo que degeneró en la locura del Frente Popular tras el pucherazo en las elecciones de febrero de 1936 (lean “Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular”, de Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa), y fue el PSOE el que asesinó de dos tiros en la nuca, disparados por los escoltas de su líder Indalecio Prieto, al jefe de la oposición monárquica José Calvo Sotelo cinco días antes de estallar la Guerra Civil, lo que hizo inevitable el estallido de la contienda (lean “El crimen que desató la guerra civil”, de Alfredo Semprún).
La batalla cultural comienza por aclarar que nuestra Segunda República, que nació contra el caciquismo español apoyada por la intelectualidad de la época bajo un montón de buenas intenciones, resultó en la práctica un completo desastre
También es necesario explicar que Franco fue un militar brillante que colaboró eficazmente con la Segunda República -sofocó la Revolución de Asturias, fue condecorado con la Gran Cruz del Mérito Militar, nombrado director de la Academia General Militar de Zaragoza, Jefe del Estado Mayor del Ejército y, finalmente, Capitán General de Canarias, todo bajo las órdenes del Gobierno republicano-, y que no inició el alzamiento del 18 de julio de 1936, sino que se unió después a los generales sublevados Mola y Sanjurjo, junto a la mitad del pueblo español, tras comprobar el deterioro generalizado del orden público en el país.
Habría que explicar también que, tras años de dureza implacable, muy similar a la que se hubiera producido de ganar la guerra los republicanos con sus sanguinarios asesores soviéticos, la dictadura franquista mudó a finales de los años 50 hacia una economía menos autárquica, dirigida por tecnócratas, que brindaron a España un importante desarrollo económico y una mayor apertura internacional. Y también que, para mayor oprobio de tanto antifranquista retrospectivo como encontramos en la actualidad, el dictador murió plácidamente en la cama a los 82 años de edad, rodeado del fervor de buena parte de los españoles (entre ellos, buena parte de los familiares de los políticos actuales), que formaron durante una semana interminables colas en la Plaza de Oriente para despedirse con lágrimas de su cadáver, lo que constituye uno de mis más impactantes recuerdos infantiles.
También es necesario explicar que Franco llevó a cabo, tras ganar la guerra, una durísima represión entre los antiguos combatientes y activistas republicanos, no demasiado diferente de las masivas matanzas de religiosos y personas no afines a la República organizadas en las checas de Madrid por milicianos republicanos ajenos a todo control (lean “Matanzas en el Madrid republicano” del Cónsul noruego Félix Schlayer) y cuyo colofón fue el asesinato de más de 5000 inocentes -niños incluidos- en Paracuellos del Jarama junto al actual aeropuerto de Madrid-Barajas. O tampoco de las más de 8400 condenas a muerte firmadas por el hoy homenajeado president de la Generalitat Lluís Companys (a quien el presidente de la República Manuel Azaña calificó como “loco de atar”) a ciudadanos catalanes que, en su inmensa mayoría, habían cometido el imperdonable pecado de ir a misa (lean los trabajos de Javier Paredes, Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá, publicados en www.hispanidad.com). O de las matanzas de religiosos y civiles producidas en Menorca durante los inicios de la contienda (lean “Menorca 1936. Violencia, represión y muerte” de Juan José Negreira Parets).
Hay que explicar también que la Guerra Civil fue una guerra cruel, que nacionales y republicanos se comportaron mal (como sucede en todas las guerras), que todos dejaron muertos inocentes en las cunetas, y que nadie echa de menos al franquismo en la España de 2025. También que el régimen republicano de 1936 tenía de democrático sólo el nombre, y que la Puerta de Alcalá de Madrid estaba entonces empapelada con enormes carteles que alababan a Stalin y al régimen bolchevique soviético, por cuya asimilación en España suspiraban públicamente el líder socialista Largo Caballero y muchos dirigentes del Frente Popular (lean la monumental “Historia del Comunismo” del ex comunista Federico Jiménez Losantos).
Visto todo lo expuesto, que la llamada “memoria democrática” ha nacido para silenciar en beneficio de la izquierda, si en vez de echar espuma por la boca empezáramos a divulgarlo con la ecuanimidad que el transcurso de más de 80 años parece exigir, algún día gozaríamos en España de una convivencia armónica dejando de cobrarnos facturas del pasado. Y fomentando la búsqueda de desaparecidos por los familiares que lo soliciten al Estado.
Todo esto se lo cuenta alguien que tenía 11 años cuando murió Franco, cuya familia materna vivió en la zona nacional y la paterna en la republicana, harto de que le mientan sobre lo que sus padres vivieron en casa.